Por: Luis Javier Moreno Ortiz.
Uno de los más legados más onerosos de la tradición formalista, en el ámbito de las actuaciones judiciales, ha sido el de asumir una perspectiva binaria, en la que lo que no es orden, se tiene por desorden. Esta visión simplista y desequilibrada, omite considerar que el exceso en el orden, el ritualismo, es tan censurable como el desorden. El culto a las formas por las meras formas, puede sacrificar, como con frecuencia ocurre, la sustancia.
La aproximación que se hace en la Constitución de 1991 al tema de la justicia, visible principalmente en sus artículos 228 y 229, es sustancial. El afirmar que las formas son medios al servicio de fines como la justicia, no implica desconocer la necesidad que de ellas tenemos, ni su utilidad para la solución civilizada -y pacífica- de los conflictos. Implica, por el contrario, reconocer que, pese a ello, las formas no pueden tenerse como fines en sí mismos, en términos kantianos y que, por tanto, en la tarea de abogados y jueces (y en su proceso de formación en las aulas) debe prevalecer lo sustancial.
Salvo el Código Procesal del Trabajo y de la Seguridad Social, a partir de la vigencia de la Constitución de 1991 se ha visto la reforma, más o menos profunda y concertada, de la mayoría de nuestros estatutos procesales. Este proceso puede comprenderse a partir de la aparición de la acción de tutela, con los desafíos que de ella se siguen para las formas ordinarias, notorio en el esfuerzo de los nuevos códigos por incorporar amplísimos catálogos de medidas cautelares y de garantías, y por ampliar y simplificar el acceso de las personas a ellas.
El cambio no ha sido sólo legislativo. También puede verse en la práctica judicial, en especial en el ámbito propio de la acción de tutela contra providencias judiciales. El que el juez ordinario o especializado ahora también sea constitucional, no es un dato menor a la hora de comprender y valorar dicha práctica. En este contexto, la prevalencia del derecho sustancial ha dado lugar a la configuración de una figura específica, calificada como defecto atribuible a dichas providencias: el exceso ritual manifiesto.
Hubo un tiempo, en el que por desventura todavía vivimos, aunque cada vez menos, en el cual los jueces, pese a tener certeza de la vulneración de un derecho, de la ocurrencia de un daño, o de la justicia de una causa, por razones formales, decidían negar el amparo del mismo, disponer su reparación o negar su prosperidad. A veces incluso se llegaba a sostener que esas afectaciones a la justicia sustancial eran inevitables, ya que no había forma de pasar por alto el obstáculo de las formas.
Parece que la prevalencia del derecho sustancial comienza a ser tomada en serio, al menos por los jueces constitucionales. En los últimos años, la Corte Constitucional ha dictado numerosas sentencias, varias de ellas de unificación (SU-355 y SU-573 de 2017 y SU-061 de 2018), en las cuales ha puesto de presente que el sacrificio de la justicia sustancial no sólo es evitable, sino que debe ser evitado.
Buena hora es esta, la de ahora, para plantear un debate impostergable y profundo en torno al extremo vicioso del ritualismo, cuando se habla de reforma a la justicia y se forma tanta algarabía en torno a las formas. Es hora de asumir, sin miedo y sin tardanza la realidad y, como ha debido ser siempre, de subordinar lo formal a lo sustancial.