Por: John Zuluaga*
¡Si se van a meter, acá los estamos esperando! Ese fue el grito de batalla que se generalizó en ciudades como Bogotá, Medellín y Cali con ocasión de la divulgación masiva en redes sociales de algunos “actos vandálicos” que supuestamente estaban ocurriendo después de las masivas marchas de protesta llevadas a cabo el pasado 21 de noviembre (21N). La propagación de supuestos ataques a conjuntos residenciales desencadenó un verdadero espectáculo circense en el que pudieron apreciarse ciudadanos armados de palos, piedras, machetes y armas de fuego dispuestos a defender sus propiedades. Fue un escenario en el que muchos sacaron a relucir los medios con los que están dispuestos a enfrentar el miedo, incluso al punto de portar trajes propios de “cazafantasmas” o personajes de la serie “juego de tronos”. Hasta un muy prestigioso penalista colombiano llegó a manifestar públicamente: “nunca pensé estar listo a ejercer una legítima defensa”.
Más allá de la horda dantesca como dato anecdótico, lo sucedido es altamente sintomático de nuestra cultura punitiva, es decir, de lo que entendemos como justificaciones y límites de la reacción al delito. Para decirlo con Zaffaroni, la forma como reaccionamos a las emergencias permite palpar el nivel del contenido pensante del poder punitivo. Para la situación en comento, no solo se evidenció el paso del derecho penal a la (potencial) coerción directa, sino, además, se confirmó una vez más los rendimientos que tiene el pánico social para el fomento del optimismo punitivo y, de la mano de ello, la inatajable e irracional confrontación del miedo, lo extraño, el inferior, el enemigo o la anormalidad. De lo sucedido pueden derivarse múltiples reflexiones, pero quisiera concentrarme en dos anotaciones concretas.
En primer lugar, los hechos aludidos son sintomáticos de nuestros alcances en la “defensa social”. Muchos proyectos de convivencia se han apropiado de estrategias de confrontación a las potenciales amenazas, tal como ejemplarmente lo muestran los así denominados “conjuntos residenciales” y en los que en gran medida tuvieron lugar las hordas pos 21N. En la proyección de estas “urbanizaciones” se cruzan tanto la teoría de las ventanas rotas como la prevención situacional y la criminología ambiental. En otras palabras, se trata de la prevención de la delincuencia mediante el urbanismo, es decir, la configuración de un modo de vivir urbano para el control del miedo. Esto no es una circunstancia menor en Colombia, donde más del 60% de la población vive en propiedades horizontales que se mueven entre pequeñas edificaciones y grandes unidades residenciales.
En segundo lugar, las hordas pos 21N nos dan luces para entender uno de los grandes retos que afronta la transición política en Colombia. En estos escenarios se revela que en los ciudadanos movilizados para la defensa impera un afán de contención del miedo, la amenaza o el delito y los móviles de estas supuestas afrentas no resultan ser una preocupación inmediata. Dicho de otra manera, prima el impulso por incidir sobre la oportunidad en la que se presenta el “mal” y no sobre la motivación del mismo. Esto quiere decir que no conmueven las razones de la amenaza o delito, sino el mantenimiento de una esfera de seguridad,. En esta racionalidad – rígidamente conservadora – se cruzan, paradójicamente, contestaciones a las aspiraciones transicionales de transformación social y política que actualmente agitan nuestro país, precisamente porque se preocupa enfáticamente de los peligros al dispositivo urbanístico y se interesa por quienes disponen de los recursos económicos para soportar la infraestructura preventiva.
Con lo sucedido después del 21N no se trató de una simple reacción espontánea a una sensación de inseguridad, sino de la puesta en escena de un sistema de amenaza-defensa que atraviesa el imaginario colectivo. Con el mismo se exhibió mucho del conservadurismo colombiano y muy poco contenido pensante en la reacción al miedo. Todo esto presta un servicio de gran consideración para el reforzamiento del poder punitivo, lo cual, a su vez, significa que se refuerzan los prejuicios y las estigmatizaciones frente a las hipotéticas fuentes de amenazas. Un escenario en el que será muy complejo instalar el perdón y la reconciliación como presupuestos de la transición política.
* Doctor en Derecho y LL.M. de la Georg-August-Universität Göttingen (Alemania). Profesor asociado de la Universidad Sergio Arboleda